Desde que lo vi supe que la laguna glaciar de Jökulsárlón, en Islandia, era un lugar sin tiempo que se desdibujaba a lo lejos. En ese momento no sabía cuán equivocada estaba. Lo pensé porque sus líneas tardan en definirse en la inmensidad de las tierras volcánicas de Islandia. Y porque, tras muchos kilómetros por una carretera interminable, inhabitada, surge de repente de la nada. Una grandiosa laguna azul que no se puede definir donde termina ella y donde empieza el horizonte.
Primero es como difícil alcanzarla porque hay que atravesar un campo de lava que parece que no se termina nunca. Creo distinguir a lo lejos alguna silueta humana que se recorta diminuta en una inmensa fotografía que de momento no son capaces de abarcar mis ojos.
El asombro es la primera sensación que se instala en nuestra mirada de viajeros cuando llegamos a Jökulsárlón. Asombro ante la grandiosidad, pero después es una sucesión de sensaciones intensas, o mejor dicho una sucesión de asombros.
El cielo no necesita estar azul para que Jökulsárlón lo esté, por lo que es el misterio el que se instala ahora. Caminamos escuchando nuestros pasos crujientes sobre la lava que algún día fue fuego en una tierra tremendamente misteriosa, Islandia, que puede ser de agua, de fuego y de hielo, todo al mismo tiempo.
Apenas oiremos sonidos en nuestra incursión a uno de los lagos glaciares más profundos de Islandia: los pasos de lava, el lejano murmullo del agua y el viento que azota con fuerza nuestros rostros en este invierno helado. Un silbido ahora acompañado de gotas que nos llegan desordenadas de un cielo inclemente, tan diferente al cielo azul de hace apenas dos días en los fiordos de la Península de Snaefellsnes, donde nos rendimos a los colores del pueblo de Stykkishólmur.
El lago de Jökulsárlón ni sabe que llueve sobre sus pequeños icebergs que flotan aparentemente inmóviles. Nosotros sí sentimos esa lluvia, ese viento congelado de Islandia, pero nos movemos como autómatas atraídos por quien sabe qué fuerza que emana de la profundidad de Jökulsárlón.
Cada vez estamos más cerca, cada vez se hacen más grandes los pedazos de hielo, algunos transparentes, otros blancos, muchos azules, de un azul que no había visto nunca. Un azul que solo deben tener los glaciares. La fascinación se superpone al asombro. La lava se vuelve de color negro a las orillas del lago glaciar de Jökulsárlón, en contraste con la intensidad del blanco y el azul del hielo.
Pierdo de repente a mi compañero de viaje en esta inmensidad y Jökulsárlón se convierte en ese lugar sin tiempo en donde reina un silencio ensordecedor. Solo el hielo, sin horizonte. Y la lluvia que rompe con su delicadeza en las aguas del lago, cuyas gotas casi se congelan al caer.
Me acerco para ver el hielo de cerca, para ver cómo el agua se congeló. Me agacho y hago fotografías imaginarias del hielo transparente en primer plano y de esas formas imposibles de los icebergs azules que parece que están posando para mí, haciendo gestos extraordinarios.
Jökulsárlón es un lugar tan extraño. En realidad, este viaje en campervan por Islandia es una sucesión de lugares insólitos: vastos campos de lava, lagunas azules de agua caliente, horizontes de volcanes, carreteras perdidas sin horizonte, fiordos bellísimos, cascadas y más cascadas, lugares donde todavía ruge la tierra y escupe sus aguas calientes en forma de geyser, fallas que nos invitan al baño,…No creo que en ningún otro país de la tierra haya una concentración tan grande de sitios asombrosos como en Islandia, tan extraordinarios.
Sitios en los que de verdad parece que el tiempo no existe, en los que hay un silencio atemporal, que lleva ahí miles de años. En donde sientes una soledad profunda, como si no hubiera nada más en el mundo y este fuera el último lugar que queda.
Pienso en el tiempo que necesitaron todas estas tierras para formarse, en las explosiones de lava, en los volcanes enfurecidos, en la tierra rompiéndose en mil pedazos,…Pienso en Islandia como una herida abierta.
Y ahora, ante Jökulsárlón, imagino como todos estos icebergs llegaron aquí, desprendiéndose poco a poco de la lengua glaciar Breiðamerkurjökull. Es extraño porque parece que están inmóviles, pero en realidad son icebergs que derivan perdidos, en el silencio de Jökulsárlón, viajan errantes sin saber muy bien a dónde se dirigen. Puedo oírlos en su periplo ciego.
No saben que el mar está ahí muy cerca, quizás se perderán muy pronto en ese océano. Quizás Jökulsárlón deje de ser algún día un lago y se termine convirtiendo en un pedazo más de mar por una combinación hercúlea de fuerzas: la fuerza del océano que podemos oír desde aquí en este día desapacible, más la acción del glaciar y del río que va vaciando el lago.
Jökulsárlón está en el extremo sur del glaciar Vatnajökull, uno de los mayores glaciares de Europa, que pisamos esta mañana con clavos para agarrarnos bien a su superficie, y caminamos por él sintiendo la grandiosidad de un lugar de hielo, conscientes de la maravilla de sentirse en un lugar extraordinario, un lugar que mide la vida de la tierra. Esta se calienta y Vatnajökull retrocede.
Al igual que los icebergs de Jökulsárlón que están a la deriva porque comienza a hacer demasiado calor en la tierra. Creía que ambos eran lugares sin tiempo y resulta que están en continua transformación, como cada uno de los lugares de esta tierra de agua, hielo y fuego que es Islandia.
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