La primera vez que las vi fue en un parque de la ciudad de Cahors, en Francia, una mañana luminosa de primavera. A lo lejos, en un rincón se alzaba en lo alto de un poste alto que parecía una casita. Ajenos a lo extraordinario, los paseantes pasaban sin mirar, tranquilos o con prisa, quizás acostumbrados al enigma que a nosotros desconcertaba despertando nuestra curiosidad. Una señora leía sosegadamente en un banco, una pareja joven charlaba y sonreía, feliz quizás por el día espléndido, quizás por estar juntos. Se susurraban palabras incomprensibles, pensaban que íbamos hacia ellos. Pero nos dirigíamos raudos a averiguar qué hacía una casa tan pequeña en medio de un parque, intentando no perturbar la intimidad de los amantes. Cuando vieron que nuestro interés se centraba en la casita, siguieron a lo suyo.
Mientras, nosotros admirábamos fascinados la casita con su tejado de pizarra y sus puertas de cristal. Allí dentro había libros recostados los unos contra los otros, algunos viejos, usados, …algo tan extraño y poético a un tiempo. Libros solitarios que parecían esperar algo, o a alguien. Me los imaginé en días de invierno, con frío, días de lluvia, sintiendo el sonido de las gotas sobre su tejado, quizás alguna gotera colándose por algún agujero. Y los días calurosos de verano, buscando la sombra en el parque. Siempre ahí, protegidos en su casa de madera y cristal.
Aunque se me dio por pensar que quizás no eran siempre los mismos, fantaseé con la idea de que la señora que estaba leyendo en el banco había cogido uno de esos libros y lo estaba leyendo, para después depositarlo de nuevo en su casita e irlo leyendo todos los días a la misma hora, después de haber hecho la compra y antes de ir a recoger a los niños al colegio. Un placer inconfesable, su pequeño secreto.
Y como los libros eran todos viejos, gastados por el tiempo, supuse que habían estado viviendo en casas más grandes, quizás en bibliotecas o en las estanterías de viviendas, leídos una o varias veces, transportados en muchas ocasiones. Deduje que habían viajado mucho, en largos viajes de tren, en trayectos de metro o autobús entre el trabajo y casa, y que habían estado en otros países y en lugares extraordinarios.
Acaso alguno de ellos, más nuevo, sólo había sido leído una sola vez, o ninguna, y terminó en esta casita de libros en un parque silencioso, donde sólo se oye a los pájaros cantar y el bullicio de niños jugando. Cuando antes vivía triste en una estantería, sin apenas luz, porque nadie se había atrevido nunca a abrir sus páginas. Sólo los libros saben su propia historia.
Entonces concluyo que los habitantes de la casa de libros de Cahors tienen ahora una segunda vida. Y si resulta que es cierto, que la gente los coge para leerlos, quizás se les ocurra dejar en la casa de los libros alguno suyo que hayan leído, que pasará a ocupar el lugar del que escogieron. Una poética forma de hacer que los libros cobren vida, que no se queden en el olvido con las hojas cerradas para siempre.
Quizás lleguen otros tiempos en los que los libros no tengan espacio, en el que las librerías cierren y ya nadie vaya a las bibliotecas. Tiempos oscuros en los que a la gente se le olvide que existen los libros, en los que nadie quiera pararse a abrirlos y hacer ese ritual tantas veces repetido en nuestras vidas. Primero, acercarlos para sentir sus páginas, ese olor a nuevo de los libros recién salidos de la imprenta; o ese otro olor a tiempo, de los libros de nuestros padres o de librerías de viejo.
Olores indefinibles que sólo comprende el olfato. En este primer contacto también hay otro sentido que se adelanta a la vista: el tacto. Tocar un libro con los ojos cerrados, rozar con suavidad sus páginas, darse cuenta de que lo que tocamos son letras que juntas cobran un sentido: se convierten en historias.
La segunda parte del ritual es la mejor. Comenzar a leer la primera página y caer en un abismo del que no saldremos hasta terminar el libro. Un viaje en el que nos perderemos con los personajes, sentiremos con ellos, hasta seremos ellos. Poco importa que tengamos que hacer mil y una pausas mientras leemos un libro. La mayoría de las veces volvemos a él con ansia, en realidad nunca lo abandonamos, lo llevamos con nosotros a lo largo del día, volvemos sobre la historia y la cambiamos o la repasamos o la continuamos. Vive en nosotros mientras no se termine…y aún después. A veces cuesta tanto separarse de él, intentamos alargarlo leyéndolo despacio para que no se termine, incluso hacemos pausas que no deseamos para que dure. Al final se termina y no podemos evitar que nos invada cierto desamparo, es como si se fuese un pedacito de nosotros con el libro.
Y entonces dejamos pasar un tiempo para que no se junten las historias, y corremos a otra en cuanto el deseo es demasiado fuerte. Y ahí aparecemos con otro libro en las manos, de nuevo en ese viaje sin tiempo ni espacio. Solo nosotros y esas páginas que pasamos más o menos rápido. Yo, personalmente, me paro muchísimo, vuelvo muchas veces sobre párrafos anteriores, me detengo y se me va el pensamiento a otros lugares. En mi viaje no quiero dejar ningún rincón sin lectura.
La última fase es quizás la más trágica, depende de cómo se mire. El libro se deja con cuidado en la estantería, o amontonado en un rincón con otros libros ya leídos o por leer. Entonces lo olvidamos. Otros pasan a ocupar su puesto y así hasta el infinito. Tampoco es que haya nada trágico en ello, no podría ser de otro modo. Pero no puedo evitar sentir cierta congoja cuando paso a su lado y lo miro, o cuando me lo encuentro después de mucho tiempo y me doy cuenta de que lo he abandonado de alguna forma. Es extraño, como si todavía hubiera un hilo invisible que me une a él, y que muevo cuando recuerdo que está ahí.
De repente, estas casas de libros que hay en ciudades y pueblos cobran sentido. La gente deja sus libros preferidos para que alguien tire de ese hilo invisible y se pierda en un viaje entre sus páginas, una aventura vista con otros ojos, que será seguro diferente porque nuestras miradas difieren. Y, a su vez, esta gente toma prestados libros que dejaron otros. Se teje así una telaraña de hilos, frágil, que quizás se rompa en algún momento, pero como se sigue tejiendo, terminará atrapándonos para siempre.
Me fascina la imaginación de los que han construido las casas de los libros. No son sólo casitas con sus tejados y puertas, en ocasiones son simples estanterías cubiertas, situadas en un lugar visible, de paso (en la calle, en un parque, en una plaza, al lado de la estación, cerca de las escuelas); he llegado a encontrar cabinas telefónicas, viejas neveras, muebles antiguos e incluso máquinas de bebidas metamorfoseadas en pequeñas bibliotecas democráticas, a las que todos tenemos acceso.
Por los lugares por los que paso busco invariablemente las casas de los libros, muchas veces tardo, pero siempre termino encontrándolas. Y, satisfecha, me siento a cierta distancia a ver qué ocurre, cuánta gente pasa, los libros que se van para no volver, y los que llegan para quedarse un tiempo y luego irse también. Al final, me he aficionado a observar – o podría decirse a espiar -, es casi como leer. Podría contar tantas historias de lo que ocurre cerca de las casas de los libros…
Mario Cortázar
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Mmmm, la verdad, me siento «espiado» por lo bien que has descrito mi relación con los libros: ¿habré sido yo uno de los ávidos lectores a los que has observado oliendo un libro?
Un artículo delicioso. Muchas gracias
María Calvo
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Puede que haya usted sido uno de los «espiados»…
Un honor que le haya gustado el relato…viniendo de usted es más que un cumplido. ¡Un saludo señor Cortázar!
Elbelina
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Estupendo tu relato, aunque dudo mucho que por estos lares ( España ) se pudiera poner en práctica esa idea tan interesante, fomentar la lectura y que los libros pasen de » mano en mano «, creo que por aquí tardará mucho en verse por el poco respeto que se tiene al mobiliario urbano: bancos, papeleras etc. acaban destrozadas todos los fines de semana. Saludos y esperamos el próximo relato !!
María Calvo
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Muchas gracias Elbelina. Me alegro que te haya gustado. Aunque parezca mentira, afortunadamente, en España ya existen estas iniciativas. Esperamos que duren y se multipliquen. Un saludo cariñoso.
Agustina Gómez
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Un artículo tan sabroso como el placer de leer que describes. ¿Dónde se encuentran estas casitas de libros en España? ¡Me encantaría acceder a alguna! Felicidades por la buena escritura y por encontrar este precioso regalo en la bella Francia 🙂
María Calvo
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Me alegra que haya disfrutado. Yo conozco una en el barrio del Clot en Barcelona. En medio de materiales depositados para ser reciclados, hay una estantería llena siempre de libros que la gente coge/deja. Gracias por las palabras. Un saludo.