La festividad del día de muertos en México se vive, aunque parezca contradictorio, a través de risas, de composiciones chuscas haciendo mofa a la muerte, jugando con ella, invitándola a la mesa, se mira desde un prisma dispersivo y nos seduce con su efecto policromático, con esa explosión de colores que nos remite a ese México irisado, a sus fachadas, a sus artesanías, su gastronomía, incluso, porqué no, a su gente, dotada de ese carácter dicharachero que les distingue por su creatividad, su gracia y hospitalidad y que, quizás les permite esa deferencia de poder «llevarse de a cuartos» con la muerte (expresión coloquial mexicana para decir que se tiene una relación cordial y cercana con algo o alguien).
Próximas las fechas del 1 y 2 de noviembre, es típico encontrar toda ésta idiosincrasia por doquier, escenificada en altares evocativos al día de muertos, que ejemplifican la representación de un pueblo y un país variopinto que hace gala de ello y con ingente orgullo. Son días de andar entre ofrendas expuestas en explanadas, museos, calles, en los propios hogares, en cada recoveco. Es empaparse de ese ambiente jocoso que inunda las ciudades, los municipios, los pueblos, y hay un par de sitios, de especial referencia, que merecen ser visitados por el carácter festivo y mágico que le imprimen a éstas fechas.
Resaltan pues, por sus magnas celebraciones, las que se llevan a cabo en Pátzcuaro en el Estado de Michoacán y éstas, de las que hablaremos en primera persona, las de San Andrés Mixquic, un municipio ubicado en la delegación Tláhuac del Distrito Federal.
La peculiaridad que ésta fiesta encierra y cautiva, es sin afán dubitativo, como ya mencionamos anteriormente, esa capacidad del pueblo mexicano para reírse de la muerte, para jugar, para convivir con ella, para aceptarla como un viejo amigo al que más allá de rehuir del encuentro, se le abraza con estima, se le acompaña con aquiescencia y de la mano a emprender el camino hacia el fin del ciclo de la vida. Lo que la convierte, en algo que dista mucho de ser lúgubre o macabro, sino por el contrario, un motivo de festejo y algarabía, de sentir que los que han partido de éste mundo, regresan una vez al año para convivir con sus seres amados, para echar un último trago de tequila, de mezcal, para reír y gozar, para ser recordados y sentirse queridos.
Y es que es, como decimos, un día de ofrendas, de altares ataviados de fruta, de ingeniosas creaciones con semillas y papel picado con figuras alusivas a la muerte, de velas para iluminar el camino de los que retornan, comida en honor de su predilección para recibirles; todo ello adornado de flores de un amarillo intenso, conocidas como flor de cempasúchil (flor de muertos), en náhuatl Cempohualxochitl, que significa : «veinte flor». En época prehispánica, los mexicas se dedicaron a cultivarla y desarrollarla, el nombre deriva de que, originalmente eran pequeñas y se necesitaban al menos 20 de éstas, para hacer lo que hoy en día es una flor de mayor tamaño, con una fragancia sumamente penetrante, que acompañaba a los muertos, en la creencia de que su radiante color transmitía la calidez del sol a los occisos.
Llegar al municipio de Mixquic, representa en sí, toda una aventura, después de avanzar y estar un tanto confusos con las señalizaciones, que indicaban una dirección y al cogerla, nos encontrábamos con caminos cerrados por obras o en malas condiciones, recurrimos al «donde fueres, haz lo que vieres» y nos amparamos de la hospitalidad de los lugareños para hallar el camino hacia nuestro destino.
Una vez cogiendo la ruta correcta, es fácil no perderse, a leguas se mira que somos varios los que nos enfilamos hacia el mismo cometido, conocer la tan mentada fiesta de Mixquic, así que hay que armarse un poco de paciencia, porque son caminos de un sólo sentido entre las colonias del poblado, pero que, en nuestra experiencia, avanzaba sin mucha dilación.
Una vez llegados, era evidente que no podíamos tirar más, por lo que optamos por dejar el auto a la orilla de la carretera, imitando a los que nos habían antecedido, aunque al poco nos percatamos de que había aparcamiento más adelante.
Nada más descender del auto, ya se notaba el ambiente festivo, el hervidero de gente animada y al inicio de la calle ya cerrada por un sin fin de puestitos de comercio ambulante, un par de catrinas gigantescas (la muerte disfrazada de señorona elegante) parecían darnos una cordial bienvenida al «más allá».
Decididos a vivir de cerca la fiesta del día de muertos y contagiados del espíritu que se respiraba, nos dispusimos a adentrarnos entre risas, enuncias a voz fuerte de los comerciantes ofreciendo sus productos, entre aromas mezclados de enchiladas verdes por allí, pozole, por acá, pan de muerto, atole, café de olla, gorditas de nata; gente en ambas direcciones andando despreocupada, disfrutando, gozando. Un ritmo vertiginoso nos abrazaba y con soltura nos dejamos envolver…
Al andar unos metros, vimos que un grupo se arremolinaba en lo que claramente era una escuela, sin preguntar nada, nos formamos en la cola y al entrar, nos percatamos que se trataba de una exposición de ofrendas hechas por los pequeños de dicho colegio. Pudimos apreciar de cerca, como desde temprana edad, se les enseña a tener cariño y respeto por éstas tradiciones y, lejos de infundar miedo a lo que representa la muerte, se les inculca ese carácter burlesco y de buenas migas, en contraste con esa imagen más bien estigmatizada y sombría que se le atribuye. En resultado, pudimos mirarla con ojos más amables y es que ellos la pintan de colores, la visten, le llaman motes: «La Dientona», «La Parca», «La Catrina», «La Flaca», «La Huesuda»; la hacen una compañía de amistad postergada que espera fiel y paciente.
Al salir de allí, encaminamos nuestros pasos hacia el protagonista de ésta festividad: el cementerio… El cual cada año se convierte en un escenario repleto de folclore y tradición. Y es que en Mixquic, ésta celebración requiere de una ceremoniosa preparación.
La gente acude en familia al panteón para, con esmero y cuidado, preparar y decorar las tumbas de sus difuntos, las limpian meticulosamente, las cubren de flores de cempasúchil, de calaveritas de azúcar, pan de muerto (se elabora especialmente en éstas fechas y su forma tiene un simbolismo que alude a la muerte); todo son alusiones a lo que aquella persona en vida disfrutaba, sus platillos y bebida favoritos, objetos, fotografías, cualquier cosa que cree un vínculo con los que han marchado. Así pues, podemos ver y disfrutar de una exhibición multicolor en lo que, por costumbre, se espera respirar un aire más solemne y austero.
Se puede ver, como la gente respetuosa, se pasea por entre las tumbas, admirando el trabajo esmerado de los familiares, muchos de los cuales se hallan sentados al pie de las mismas, haciendo compañía a sus muertos, rezando, otros quizás en un diálogo interno con aquel que marchó, algunos más conviviendo y festejando «la visita» de sus seres queridos.
Es un espectáculo sin igual, el poder ser testigo de esa simbiótica armonía entre dos planos astrales que convergen por una noche, donde vivos y muertos se unen al convite, donde podemos acercarnos al inframundo, dar un abrazo y un beso imaginarios a los nuestros y atesorarlos en la memoria hasta el próximo encuentro.
Para nosotros fue cuanto más gratificante, el ser partícipes de una tradición como ésta, rebosante de colorido, de magia, de riqueza cultural, de una heredad transmitida de generación en generación, que vale la pena vivir, respirar, sentir.
Les convidamos la que hemos hecho en honor del equipo del Giróscopo Viajero: