Hace casi un mes que volvimos de un extraño viaje a Gran Canaria, más centrado en los pormenores de la estancia que en la propia isla. Si me dejara llevar por la impresión que me ha causado no sería justo, pues estaría condicionada por una circunstancias que sin ser negativas, han sido un tanto turbias, como una calima que nublaría un territorio que, paradójicamente, esconde rincones prometedores.
Gran Canaria tiene una costa este-sur gangrenada, un tajo abierto en forma de autovía que la hiende desde la capital en el norte hasta el puerto de Mogán en el sur. Supura purulentas aberraciones urbanísticas que lo mismo asfixian las ya domesticadas dunas de Maspalomas que trepan en forma de ciclópeos hoteles por rocosos acantilados incapaces de entender tamaña estupidez. Y en los terrenos baldíos, en los áridos páramos desechados por la especulación de primer grado, pabellones industriales, urbanizaciones para lugareños y gasolineras. Cuando los alisios rebosan humedad y la garúa se cierne sobre este paisaje, robándole la luz del sol, uno recuerda la desolación limeña…
La costa norte, en su primera línea, tampoco se libra de cierta fealdad humana. Sin embargo, un clima menos atractivo para el turismo de masas ha permitido que el caos sea más entrañable, como de andar por casa.
Pero hemos descrito la zona de extramuros, el lumpen al pie de las murallas. La fortaleza se alza arcaica y majestuosa en el centro y hacia el poniente. Aunque su vulcanismo es de los más antiguos de Canarias y la erosión no ha sido más condescendiente con ella que con el resto de las ínsulas, Gran Canaria esconde al viajero perezoso zonas casi inexpugnables. Las guías poco menos que desaconsejan excursiones a la costa oeste por carreteras de curvas y acantilados pavorosos. Los lugareños, con un tono melifluo que debería despertar en el explorador avezado al menos cierta sospecha de que algo ocultan, tampoco animan a perderse por el dédalo de carreterillas que se acoplan a los caprichos de la geología.
Hicimos alguna incursión y en cuanto se asciende comienzan a descubrirse valles de fértil estrechez explotados por pueblos encalados que recuerdan al Atlas, ahí encajados entre verticales paredes; o aisladas cimas rocosas que evocan románticas torres en ruinas. Hay pinares añejos de troncos gigantes como jamás se ven en nuestras latitudes. Y si cuentas con un buen informante, como nos sucedió a nosotros con la simpática señora que nos alquiló el coche, vas preparado para descubrir en algún recodo de la carretera, al fondo, entre brumas, sobre el mar, la figura imponente aunque no llamativa por la distancia, del Teide. En ese momento, egoístamente, uno sueña con la posibilidad de que el gigante despertara…
La curiosidad nos empujaba a seguir más allá, a continuar hasta el siguiente recodo para ver qué había detrás, pero no podíamos torturar a nuestra hija con más kilómetros. Entonces, uno vuelve a bajar del coche, se asoma al barranco sempiterno y contemplando el paisaje piensa qué formas, sorpresas, dibujos y caprichos del relieve no esconderán las tierras a sus pies y si algún día volverá para descubrirlas. Aspira hondo y se gira con una sensación agridulce al ser consciente de que ha incorporado nuevas imágenes en su memoria, que otras aguardarán vedadas quizás para siempre, pero las más viajarán con él, aguijoneando su curiosidad y anhelos de explorar, porque son fruto de la imaginación, el motor más poderoso.