Stykkishólmur, uno de los pueblos más bonitos de Islandia.
«Just keep going strong
With whatever it is»
Cascades, from Metric.
¿Y si el andar no fuese un acto banal? ¿Y, si caminar hacia el norte o el sur, hacia delante o hacia atrás fuese alta filosofía? Que sucedería si cada paso, los ciertos y los errados, aquellos que se perdieron, los que dejaron la marca bien hollada y los otros, los imaginados, si todos ellos fuesen en el fondo una religión, algo mejor que la religión. Las grandes verdades, las que sirven para convertir el planeta en algo interesante para ser vivido, se nutren de las más profundas incertezas. Es hoy muy difícil confiar en el genero humano, imaginar una sociedad que aparte los mezquinos intereses individuales, una humanidad global que fuese capaz de converger en un acto común de cierta inteligencia. Hoy, parece más imposible creer todavía en la universalidad del sentido común, en la fuerza de la razón y en la posibilidad, en la simple posibilidad, de un futuro.
Hay momentos de reposo, arrebatos de optimismo y fogosidad, pero pronto llega un nuevo mazazo. No son los peores los de los asesinos vulgares, los que explotan su cobardía contra los demás. Los peores somos nosotros, los que nos remordemos por dentro, los que, a diario, consumamos el horror, estigmatizando, reduciendo, excluyendo, arruinando al otro, malgastando vidas y recursos en fútiles actividades que han sustituido a los sueños, a las ideas.
Así me levanté, cuando el sol ya se había levantado. Hacía frío, la luz era porosa y la bruma, lo que quedaba de ella, era como un terrón de gasa de nube. La luz era amarilla intensa, amarilla pura, sin contaminación en decenas de kilómetros a la redonda. La levantaba el sol que surgía al éste, como es debido, sobre la masa inmensa de Islandia. La luz rebotaba contra el archipiélago de Brokey y sus hermanas pequeñas. El inmenso fiordo de Breiðafjörður parecía un mar, plano y calmo. La luz proseguía su curso golpeando o rozando las aristas, los relieves. Los reflejos hacían el azul del mar, blanco grisáceo, las islas y los islotes, negros obscuros, blancos inmaculados. Todo dependía del ángulo y la posición.
Yo me había escapado del camping solitario, donde la víspera las Auroras boreales revoloteaban en la gruta negra de la noche que era tan clara como gélida. Esas auroras engañosas y malandrinas, que obligan al ojo, al cerebro, a retener el tiempo, a aguantar el segundo para que su velo gris se transforme en terciopelo verde, morado u azul. Esas luces del norte que pueden ser el sumun de la belleza por la exigencia que implican. Porque no son como se ven, ni se ven como son. Necesitan que el tiempo se alargue y se detenga con los artificios de la fotografía.
Pero son un símil, un ejemplo, una enseñanza. Igualmente la belleza, como el amor y las Auroras, necesitan tiempo para destilarse, para encarnarse. La belleza como el amor no se hacen a primera vista. A primera vista surge el sexo, la pasión, el estallido de la bendita lujuria que nos eleva un instante por encima del bien y del mal, de la vida y la muerte. Por desgracia es sólo un instante. El placer se regocija en los excesos de esfuerzo, de azúcar, alcohol, de estrógenos y testosterona. Sólo el abuso nos hace superar las barreras de lo posible. Ocurre lo mismo con las revoluciones, que cuando buscan el bien común, sobrepasan los bordes de la realidad y dejan atrás utopías y quimeras. Es la soberbia del exceso, que tanto bien hace a nuestro cuerpo y a nuestra inteligencia y, algunas veces, a la sociedad.
Pero en los estados más habituales son otras las realidades, las sensaciones, las enseñanzas. Para la belleza más permanente, para el amor que dura décadas y nos lleva de la mano, se necesita una pizca de razón y mucha honradez. El amor se construye con el respeto de la diferencia, la asunción del error, con la fidelidad del compañerismo. Se es fiel porque se ama, y se ama porque se es fiel, pase lo que pase, avancen las canas, nos lastren los kilos o surjan las arrugas, esas grietas del tiempo. La fidelidad no es un candado, es la libre elección de unas reglas personalizadas que se procuran respetar, no por coerción sino por convicción. Unas reglas que además de ser voluntarias deben ser beneficiosas, objetivamente, para todas las partes.
La fidelidad del amor, es similar a la fidelidad de la ideología, a la fidelidad de la amistad, a la fidelidad a la razón que nos guía más allá del estallido incidental de la pasión. Una fidelidad que vive con la duda, de la duda, de los limites de nuestra vida. La pasión arranca al amor, desencadena la revolución, pero es la razón la que permite que el amor y la sociedad justa dure. Dos caras de una moneda que al final no es más que una maquina bioquímica llamada ser humano. Maquinas imperfectas que se maravillan con la luz de un amanecer. Maquinas sanguinarias capaces de lo mejor durante un siglo, de lo peor en un instante que todo lo destruye. Así somos y así debemos corregirnos y enmendarnos. En lo que me concierne, lo intento. Si lo consigo, eso no lo puedo afirmar, cada cual cargue con su peso.
Yo lo cargué trepando la colina húmeda, entre musgo seco y flores que no saldrían hasta dos meses después. La roca es extraña, parece granito pero no lo es, son todo rocas volcánicas, son piedras erosionadas por los rigores que este septentrión que nos fascina. Ayer los biombos maravillosos cubrían el cielo y cambiaban de dirección, de color y fantasía. Hoy ese sol plano que se eleva poco a poco, que tiñe, que golpea, que moldea a su guisa el espacio, la mar y la tierra. Hacia el norte encajada entre el bloque de la península y la roca majestuosa que tiene estrías de órgano volcánico, está Stykkishólmur. Uno de los pueblecitos más bonitos de Islandia, un pueblecito que posee el carácter de pueblo, aunque la gente se ausente de las calles abandonadas y desiertas.
Un pueblo con hotelitos y B&B, con algún que otro bar, algún que otro comercio, con su piscina municipal a 40 grados, su camping y con un importante puerto regional. Barcos de paseo, barcos de pesca, oxidados botes que refulgen con este sol que hace de la fotografía una necesidad y del más necio un Cartier-Bresson. En mitad del puerto, un ferry. El que nos llevaría, si tuviésemos arrestos, tiempo y aventura suficiente, a los fiordos del noroeste, la última frontera de Islandia antes de la América verde de los vikingos, Greenland, Groenlandia. El ferry abre su boca gigantesca y en las comisuras, el oxido de la edad brilla como si fuera oro antiguo recogido durante las singladuras recurrentes. Pero Baldur, que así llama el pez gigante de metal, duerme con la boca abierta sin que a nadie le importe. Nadie en el puerto, silencio y leve ondulación de las cadenas y las cuerdas.
El sol sigue ascendiendo y el panorama es tan plácido como desolado. El fin del mundo tal vez ha tenido lugar durante esta noche de verdes biombos. Quizá no era el polvo de estrellas, sino los restos de las ciudades y las avaricias los que iluminaron la última noche. Quizá este sea el último día de toda una especie.
La boca del ferry es como la de un ser muerto, inerte, que dejó atrás la eléctrica sensación de estar vivo. Este abandono podría causar desasosiego, podría hacer temblar a tantos… Algunos podrían buscar paz en la iglesia que domina la colona frente al puerto. Yo solo veo una nave espacial que debió aterrizar hace tiempo y que no se quiso ya marchar. A sus tripulantes este mundo les debió parecer mejor que el suyo. Lo que me da miedo es pensar que nuestros hermanos del espacio sean aún peores que nosotros.
Pero, me siento bien, e inspirado. Sigo en la colina, a la entrada de la ciudad, a un paso del camping y del amor, 40 metros por encima de los demás, si es que aún existen, mirando hacia el norte. Nunca había estado tan al norte, Latitud: 65°04′31″ Norte, Longitud: 22°43′47″ Oeste. No es ningún record, un grado treinta minutos por debajo del circulo polar ártico. Rovaniemi o Trompso están mucho más a norte. No es un record lo que busco, porque no sé si busco algo. Encuentro. Encuentro sin buscar y el regocijo es mucho mayor porque no había espera, no había expectativa. Me encuentro con el mundo y, poco a poco, me encuentro conmigo mismo. Esto ya me parece una conquista y un record. Nuestro mundo se agita y se estremece por la injusticia y la miseria, material o intelectual. Pululan las ratas que se nutren de esa insatisfacción, que la subliman y la venden en píldoras doradas. Porque son placebos terribles que ennegrecen la inteligencia y provocan el mal. Son mentiras salvajes que ya todo el mundo cree. Son cesiones indignas de nuestra libertad y de nuestra memoria.
Tiramos todo por la borda y nos divertimos viendo como se hunde, si con ello el otro odiado se hunde aún más que nosotros. Nos contentamos con que a los demás les vaya peor, sucumbimos ante nuestra vileza y nunca dudamos de nuestros nuevos dogmas. Apoyamos el desastre y hacemos del odio la única de las ideologías. Lo hacemos en casa y lo hacemos en el trabajo. Denostamos a quien no conocemos, abolimos la diferencia que nos molesta pero nunca reivindicamos el reparto del privilegio. Nos contentamos con proteger a nuestro equipo y a sus malas maneras, con tal de que la victoria sea total y haya humillación. Pero odiamos el deporte en sí, la posibilidad de ser vencido. Nada nos importa y lo que menos, el prójimo. ¿Y si fuese esa la causa? ¿Y si este silencio no fuera más que la vergüenza de la extinción?, el callado último instante en donde todo recobra su sentido, ya demasiado tarde para que se pueda arreglar.
No lo sé y ya dudo de que me importe. Viajo para conocer, para comprender y para compartir. Así, viajo por un mundo donde el oxigeno es libre y se puede respirar, y jamás he visto una frontera natural. Viajo para que los otros conozcan y nos conozcan. Viajo para que viajar sea posible, ahora y después. Comparar para elegir lo mejor. Compartir para preservar. Viajar para reflexionar y encontrar la razón.
Puede que en lo alto de está colina insignificante, en este pequeño momento de soledad, haya encontrado un poquito de esa razón que tanto necesito. El sol sigue subiendo, la luz se calienta y las formas refulgen. Los colores se avivan. Sé de un faro rojo que va a brillar como un infierno y eso con sus tres metros de altura. La magnificencia se la da la roca de lava, el órgano majestuoso donde los hombres sólo hicieron lo mínimo. La luz sube, el sol sube, la ciudad despierta, el mar sigue calmo.
Allá, si el mundo no se acabó, allí, el ferry cerrará su boca, astillará su sonrisa y cerrará con oxido los remaches de un viaje que llevará a otros viajeros hacia el norte. Hacia la desolada Brjánslækur, donde el Baldur anclará su pesada panza y abrirá su cavernosa boca. Hacía allá miro, no iré pero ya he ido, lo he hecho con estás líneas torcidas. No iré aún, pero ya voy. A Flatey, la isla plana en mitad del fiordo, donde los lugareños conviven con la naturaleza ruda, con los miles de frailecillos que vienen año tras año a mofarse de los humanos.
¿Stykkishólmur despertará con el sol lateral que la ilumina como un regalo? Lo comprobaremos después. Ahora sigo meditando y disfrutando desde esta colina que es un mirador, un diván de psiquiatra y un balcón hacia la inmensidad. Por detrás oigo pasos familiares. Abajo, a las afueras de la ciudad, vocerío. Son los niños que van, como cada día, al colegio.
Como llegar.
Stykkishólmur se sitúa en la vertiente norte de la península de Snaefellnes. Su bonita arquitectura y los servicios que posee la hacen uno de los pueblecitos más encantadores y animados de la península. Para llegar hay que dejar la Carretera Número 1 en Borganess y seguir por la 54. A 165 km y unas dos horas y pico desde Reykjavik, Stykkishólmur es una de las puertas de la península de Snaefellnes, un viaje único hacía donde nosotros queramos. Un recorrido interior por una naturaleza sublime y desollada.
Agradecimientos
De nuevo un abrazo y un recuerdo para nuestro amigo Miguel Rodríguez -y a sus empresas Todo Islandia y Reykjavik Auto-, por prestarnos el campervan con el que pudimos descubrir Islandia y Stykkólmur. De las conversaciones surgen las dudas y de las dudas las certezas, que aún siendo pocas, son las que nos hacen seguir adelante. ¡Gracias amigo! Idem para Jesús Rodríguez y su Café Roma, Estrella y Luciano Dutra, con los que aprendimos en el viaje y seguimos aprendiendo.
Gracias a la compañía aérea Wow Air, con la que volamos a Islandia, sobre todo a Sverrir Falur Björnsson; a Íris Tryggvadóttir de Artic Adventures que nos sumergió en la falla de Silfra (¡Gracias Igor!); ellos también nos llevaron de excursión sobre el glaciar de Skaftafell: gracias a Luke, Hodei Orueta y Anula por la compañía y las conversaciones; y también a Atli Kristjánsson del Blue Lagoon y Heiðdís Einarsdóttir de Visit Reykjavik.
Recuerdos a nuestros mentores musicales en este viaje: Manolo Fernández y su programa Toma Uno (https://www.facebook.com/Tomaunor3/), de Radio 3 y a Alex Dutilh y su programa Open Jazz (https://www.facebook.com/OPEN-JAZZ-dAlex-Dutilh-sur-France-Musique-173910540405/), de France Culture, que nos guiaron por los caminos y las carreteras de la Islandia nuestra.
Para más información no duden en contactarnos. Y por supuesto toda la información sobre Islandia en nuestra Guía de Islandia.es
Cornelius van Jool
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Asomados a un mirador natural, descubrimos un puerto; ese refugio da sentido a un pueblo; esa comunidad evoca toda una isla, su geología y sus moradores, e Islandia, al fin, os sirve de bella metáfora para hablarnos del mundo y de los que lo habitamos, para bien y para mal… Gracias por sugerir sin sentenciar.
Iñigo Pedrueza
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Mejores que las palabras del que habla son las dudas, las ideas y las reflexiones que se generan en el que lee. Que siga siendo así.
Gracias amigo.
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