«El San Marcos es un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, para toda pareja que busque refugio cuando afuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja». Claudio Magris en el libro «Microcosmos» sobre el Caffe San Marcos de Trieste
Tras los saltos por Bulgaria, Serbia, Croacia y Eslovenia, cruzando los Balcanes, se aproximaba el fin de nuestro viaje. La última etapa Trieste no era una coincidencia en el itinerario y dos eran los motivos de su elección como final de trayecto. Por un lado Trieste es actualmente la mejor opción para volar a Eslovenia (y lógicamente volver), en ausencia de vuelos directos desde España. Por otro lado la lectura de varios libros de Claudio Magris nos había acercado a una ciudad que se antojaba misteriosa, y que se descubrió como una pequeña caja de sorpresas con varios tesoros en su interior.
Como llegar a Trieste…una odisea
El tren desde Liubliana nos había dejado en la estación de Sezana, una población que marca la frontera entre Eslovenia e Italia. Pecando de imprudentes y poco precavidos, pensamos que una vez en Sezana sería fácil encontrar transporte hasta Trieste puesto que apenas dista 14 km. Sin embargo, la Europa de las fronteras comunitarias, del libre transporte y Sengen, aún guarda anacronismos que invitan a pensar que queda mucho por trabajar. Cuando llegamos a Sezana llovía cántaros, un auténtico aguacero que había arreciado desde los días anteriores que ya en Eslovenia (y antes en Serbia con la nieve) ya se habían presentado.
El taxi era realmente caro para lo que se nos antojaba una distancia pequeña, pero precisamente de la inexistencia de una conexión de autobús o tren se aprovechan los taxistas. Al final logramos ponernos de acuerdo con otros viajeros que estaban en la misma situación y optamos por contratar el taxi que nos dejó en la estación de autobús de Trieste.
La ciudad
Trieste es una ciudad de encuentros, de profusas reuniones entre gentes de muchos lugares, que como un vórtice convergen como si de un purgatorio se tratase. En Trieste han convivido durante miles de años gentes de todos los lugares, y lo que es sorprendente, se han llevado casi siempre bien. Trieste ha acogido exiliados, ya sean por su credo, raza o por el exilio de la memoria, aquel que conduce a escritores a buscar refugio en el «no lugar» que Magris nos ha explicado en sus libros.
Aquí conviven sus habitantes en armonía, coexistiendo al mismo tiempo una sinagoga, una mezquita o a una iglesia luterana, que tratan de erigirse por encima de los templos católicos de la ciudad. Por eso los triestinos son eso, ciudadanos, por encima de credos.
Y es que Trieste ha visto como en cien años se han movido varias veces sus fronteras, pasando de una nación a otra, revindicada por el Imperio Austro-Húngaro, por Italia o Yugoslavia; y viviendo una riqueza cultural y cosmopolita que hace de sus habitantes tolerantes, pese a que en el cercano Carst, la formación de caliza de las montañas, se vivieran algunas de las peores batallas de la primera guerra mundial.
En Trieste el viento se llama Bora, siendo un soplo brutal que barre de la ciudad penas y alegrías, y del que hasta hace poco se luchaba con sogas que actuaban de muelles donde agarrarse al cruzar las calles. Las fotos que muestran su violencia dan muestra de como conviene enraizar bien todo objeto del mobiliario urbano.
El recibimiento
Nada más dejar las maletas salimos a aprovechar las últimas luces del corto día de la incipiente primavera. El centro estaba a apenas cinco minutos del hotel, siendo la Piazza dell’Unità el corazón social de Trieste. En un extremo el ayuntamiento, enfrentado a la salida al mar de la plaza. A los laterales una cohorte de palacios elegantes donde hoy están algunos edificios administrativos de la ciudad, mientras que en las calles adyacentes se ubican varios cafés históricos como el Caffe delgi Specchi (Café de los espejos).
Como al día siguiente aún nos quedaba suficiente tiempo para emprender la ruta de los monumentos, tratamos de andar sin buscar nada, dejando que nuestros pasos nos guiasen hasta donde quisieran. Y resulta curioso como dos viajeros que beben de su amor al mar Cantábrico, enseguida siguieran los caminos que llevaban al mar, y en concreto al puerto de Trieste. El pasado veneciano se late en la ciudad, con casas abiertas al mar, como miradores, expectantes ante el pacífico Mar Adríatico. Si recorremos el paseo marítimo a la orilla de los muelles y el puerto deportivo alcanzaremos el faro del rompeolas que cierra e ilumina Trieste, y desde donde la foto de las luces prematuras de las farolas iluminan una vista preciosa de la ciudad.
Por la noche Trieste se mostró muy cálida, con numerosos pubs y cafés reconvertidos para las horas nocturnas, donde la música y la algarabía invitaban a mezclarse y charlar con la gente local.
Al día siguiente, para conocer en profundidad los hitos turísticos de la ciudad visitamos la oficina de turismo en la gran Piazza dell’Unità que se abre al mar recordando la Piazza de San Marcos de Venecia. Allí conocimos a Onoria, una triestina muy simpática que hablaba un perfecto español (con acento argentino) y que nos explicó al detalle cuales eran las mejores rutas para conocer Trieste.
Gracias a las audoguías en español que ofrecen nos dispusimos a recorrer a pie, escuchando las explicaciones históricas de cada punto y empezando por el ascenso al monte donde está la catedral y el castillo de San Giusto. Nada más empezar la ascensión podemos hacer la parada técnica en la pequeña iglesia de Saint Silvestro. Desde aquí las rampas de subida se empinan y hay que orientarse un poco para seguir hacia arriba. Al llegar la recompensa vale la pena y nosotros nos encontramos con el horario de misa en la catedral, lo que nos permitió asistir al peregrinaje de gente que dominicalmente sube paso a paso hasta al colina donde está la catedral. La belleza del conjunto románico de la catedral de San Giusto se aprecia en su sobria fachada donde resalta el rosetón de grandes dimensiones. Posteriormente hubo actuaciones de estilo gótico, mientras que la decoración de mosaicos bizantinos aporta una luz al templo que nos recuerda otros similares de Sicilia o Puglia.
Volviendo a la parte baja de Trieste dimos un pequeño rodeo para acabar en los restos del antiguo teatro romano de Trieste, apoyado en la colina, y donde unos cinco mil espectadores podían ver las obras clásicas de autores griegos y romanos. Hay bastante desconocimiento respecto a la fecha de creación, que para unos es anterior al siglo I a.C. y para otros inmediatamente posterior. Cuando llegamos nosotros los únicos ojos que miraban las gradas del teatro eran los de palomas y gaviotas, cuya lucha feroz por el territorio parecía a la altura de los gladiadores.
El Canal grande es otro de los lugares amables de Trieste, con la escultura al escritor irlandés James Joyce en el puente (Trieste fue la residencia del escritor durante un periodo de su «autoexilio»), desde donde también se ve la Iglesia de Sant’Antonio Nuovo.
Las horas de un día bien aprovechado se acababan y no quedaba más remedio que tomar el autobús que partía hasta el aeropuerto de Trieste, llamado Ronchi dei Legionari, que dista a unos 40 km de la ciudad.
En el aeropuerto repasamos con la memoria todo el viaje, para asimilar la cantidad de aventuras que nos había deparado. Como siempre, sellamos la despedida con la firme promesa de dibujar un nuevo viaje en el futuro. Y pronto esperamos contaros donde nos llevó.
Tours y actividades para hacer Trieste
Mapa de Trieste