Cuesta casi verlas, y es que los papalotes (en México las cometas se llaman así), están tan altas y lejanas sobrevolando las palmeras de la playa , que incluso parecen gaviotas. Si dejaran una estela de su vuelo el garabato que dejarían en la pizarra del cielo sería imposible de reproducir.
Iulen y su amigo giran con maestría la cuerda que une las cometas con la Tierra practicando una batalla celeste hasta que una de las dos cae enrollada por el ataque envolvente de la otra. Las cometas se precipitan sobre la arena de la playa de Pie de Cuesta, al norte de Acapulco en el estado de Guerrero, donde hemos llegado para conocer la Barra de Coyuca, un rompeolas de arena que protege la laguna.
Las gigantescas olas advierten de que quién ose acercarse a este bravo Mar Pacífico pueden llevarse más que un revolcón. Como buenos marineros oteamos el rimo anárquico de las olas, sabedores de que tarde o temprano acabará en una sucesión de olas que se levantarán al menos tres metros.
Desde la distancia las cometas parecen robustas y recias, pero cuando nos acercamos comprobamos que son una obra casera mérito del genio mexicano, que a falta de recursos es capaz de crear con poco lo imposible para otros que cuentan con todos los medios.
La cometa está hecha con pequeñas ramas, plástico y un hilo, pero los detalles como su cola de plástico son una copia perfecta de la cometa más profesional que podamos imaginar. Cada vez que sus ingenios voladores se enrredan y forman una maraña imposible de solucionar sin una cirugía drástica, sus dientes sirven de sierra para hacer un corte que precede a un nudo más para que la cometa esté presta a levantar vuelo.
Nostalgia, alegría y mucha envidia sana afloran pensando en la necedad de estos tiempos en los que los niños tienen de todo, tanto que no aprecian sus incontables «posesiones» que se acumulan cumpleaños tras cumpleaños y Navidad tras Navidad. Aquí los niños aún juegan sin la presión de las posesiones, estimulando su imaginación y divirtiéndose solo con la presencia de un amigo con quién reír y solventar sus mayores preocupaciones, como cuando las palmeras furibundas al ver volar las cometas sobre sus copas extienden sus ramas para cazarlas, o como cuando la batalla aérea acaba con las cometas en la finca vallada de una casa.
Iulen nos mira extrañado cuando nos acercamos con cautela a disfrutar de las piruetas de su cometa. Con una sonrisa leve y de reojo nos dice que el juego se llama Cule Cule. Como quién mira a un loco no le importa que le saquemos una foto, y raudo vuelve a su mundo de diversión en el que el tiempo está parado.
El mar siempre está malo aquí nos cuenta, pero ellos siempre acuden con sus cometas una vez que han lamido las heridas ocasionadas en su frágil cuerpo plástico y un nuevo revestimiento permite su despegue. Su persistencia en aprovechar cada minuto se entiende rápido cuando uno pasa unas horas sentado en la arena y las únicas «vocaciones» en su futuro inmediato serán las de trabajar en los restaurantes de la playa, donde uno de los camareros, ya anciano, se mueve lento arrastrando sus pies como si fuera su último servicio; u hostigando a los «ricos turistas» como nosotros que nos podemos permitir un cocktail de gamas y pulpo ofreciendo montar a caballo, montar en quad por la playa o comprar uno de los innumerables souvenirs o productos que cada dos minutos llegan hasta nosotros.
Las horas pasan y ni el sol castigador que cae a plomo en este falso invierno de Acapulco -en el que lo único que apetece es tomarse una michelada bajo las palapas-, ni el menor atisbo de aburrimiento tras una revancha interminable de Cule Cule, hacen que los dos niños tengan ganas de parar. Nuestro inmenso castillo de arena que se ha forjado tras varias derrotas contra el oleaje furibundo y la marea, aún pervive si bien por momentos las olas vuelan como las cometas y hacen que nuestro patio de armas se convierta en una piscina improvisada. Encima de nuestra cabezas solo la inapreciable sombra de las cometas transparentes nos distrae de nuestro quehacer innato al ser humano de jugar como niños, y mientras abrimos un foso a las puertas de la fortaleza de arena, los papalotes cortan el aire silbando cual aviones Spitfire en la Batalla de Inglaterra.
El sol se esconde lentamente tras las nubes y el mar ofreciendo un espectáculo digno de un cuadro de Monet y Iulen y su amigo siguen «pilotando» sus cometas con la maestría de un pescador que extiende las redes en el mar. Pronto el cielo rojizo se volverá negro y los niños pospondrán la caza de cometas hasta el nuevo alba en este lugar donde los niños aún juegan con cometas.