Las planicies de Irán, van cayendo las fronteras

En todo desierto existe un oasis. Y muchos desiertos no son más que espejismos. ©Iñigo Pedrueza.

Cuando se vuelve de un viaje se vuelve diferente. Al volver de un viaje, quien vuelve no debe ser el mismo. El retorno, el reencuentro con lo conocido tiene que convertirse en una nueva combinación de bagajes, experiencias y conocimientos. Si se Viaja, con mayúsculas, el viaje no habrá sido una sucesión de desayunos, fotos y conversaciones banales, ni una repetición de conductas conocidas. Todo no sorprende, todo no gusta, todo no nos cambia, pero de alguna manera, de cierta manera, los que vuelven tras el viaje nunca son los mismos que lo iniciaron.

El autobús traquetea, el paisaje se estira lentamente y arcos de montañas infinitas, se suceden a ambos lados del altiplano. Nunca hemos estado a menos de 1500 metros y, a pesar de ello, la lengua azarosa y caliente del desierto siempre nos ha acompañado. Recorremos una zona semidesértica del centro de Irán, un desierto a secas para quienes vienen del norte verde donde nunca dejaba de llover. Antes. Mucho antes que los efectos de la terraformación hiciesen de este planeta lo que es, un basurero caótico. Un lugar donde el interés venal y los juegos de poder nos impiden convivir, casi subsistir. Bolas de arbustos bajos, colinas repetidas, ondulaciones moradas, ocres, rojizas y amarillas vagan como olas al ritmo de las propias imperfecciones de la carretera. El autobús es cómodo y naranja, la marca fue sueca, ahora es china o alemana, dependiendo del curso de la bolsa. La grafía de los carteles china mandarina y farsi, los números árabes-índicos. De las ondulaciones, pasamos a una zona más arenosa donde algunos pajarillos saltan pistas de arena.

Cruzamos un puesto casi abandonado, como si una guerra, o un cataclismo lo hubiera descoyuntado. Grafitis o consignas aparecen en los muros y de un poste cuelgan carteles de mártires. Estamos en Irán y es Irán, pero ese edificio olvidado no es la imagen común del Irán que bulle y se abre, repleto de gente que busca un avenir mejor.  Es sólo una muestra del viaje un edificio sin historia en uno de los lugares donde la historia empezó a escribirse con H mayúscula. A metros, una inmensa autopista nos obliga a girar. Nuevos altiplanos se extienden sin prisa hacia todos los puntos cardinales. Y siempre, arcos paralelos de montañas ocres, amarillas, casi púrpuras los protegen. Así es Irán.

Columna ciclópea de Persepolis. El pasado que nutre el presente. ©Iñigo Pedrueza.

Así es una parte del Irán central, de la tierra de mesetas y altiplanicies que corre de nordeste a sudeste desde las fronteras de Azerbaiyán hasta las de Pakistán. La región del noroeste del país es mucho más verde, la del sureste mucho más seca. Son las diversas sierras de la Cordillera de los Zagros las que acunan y hacen vivir a estos secarrales fértiles. Quien viene de la tierra negra donde las patatas no se riegan y el higo es tan jugoso como astringente, no puede imaginar una tierra donde la lluvia no te entorne la sonrisa y te cale hasta los huesos. Pero esas tierras donde se vivieron las leyendas escritas por las manos finas de Sherezade existen. Son tierras donde se sufre, porque se sufre en casi toda la tierra. Son lugares donde la gente sale cuando el sol dobla la espina y abandona su reino rechistando. Espacios tan amplios que el horizonte es curvo, las montañas cíclopes y el tiempo casi siempre eterno. Estos desiertos, ahora más desiertos por la pericia humana, fueron durante milenios, el centro del mundo. Lo fueron por ser un cruce, un paso obligado para el comercio, la política y la guerra. Hubo sangre, sudor y lagrimas en estos valles. Mucha agua y mucha gente, por ello hubo también grano y especias, vino y frutos, poesía y arte, esplendor y miseria, oro, brea y misterio. De casi todo ello sigue habiendo grandes cantidades hoy en día.

Las carreteras ondulan y serpentean, como lo hace una música esquiva y lánguida que suena al ralentí entre el bamboleo del autobús y los baches saltarines. La música lleva a un dulce éxtasis. Es un cántico, una letanía, un espejo del alma vacía y límpida de estas extensiones vagas. O eso me sugiere a mí. Los pueblos están quietos, los coches anclados, el aire quieto. Un deposito de agua oxidado se sostiene sobre tres píes cansados. Y de la trompa de su gran panza gotean gotas del líquido que da la vida. A menudo, surge un pueblo. Cuadrado o plásticamente estirado, se encaja entre dos trozos de autopista, la variante de una curva brava o, incluso, se cuelga, trepa del farallón estrecho donde la dinastía saváfida creó el Segundo Imperio persa.

Especias y frutos. El desierto es muy fértil. ©Iñigo Pedrueza.

La historia es plástica en Irán, se moldea y se decanta. Los restos del pasado son culmen de «persidad», de iranídad, y doran el blasón de la nación inmemorial. Hay otros recuerdos no tan dignos, aunque tan grandes como el propio Alejandro o los califas de Bagdad y Damasco, que se visten de tiranos en las altas planicies de Persépolis. La historia es más poderosa que el arma atómica porque tan pronto dice la verdad como la oculta, o miente haciendo justicia a los que la manipulan. Pero no veo nada que no ocurra en el resto del mundo, aunque las diferencias de grado sean distintas. La historia abre la mente, o la cierra con el candado de la identidad, que para ser útil a ese juego malsano que es el nacionalismo, debe haber perdido la llave.

Los cánticos siguen su singladura, sutiles y plásticos, construyéndose sobre el ritmo de las cuerdas y las flautas. No lo sé pero deberían ser sufís, para dar consistencia al dardo que blando, a la espada que tiro, al juego que organizo. Los sufíes son una corriente religiosa del Islam, muy diferenciada del chiismo dominante en Irán o del sunismo de Arabia Saudí, Egipto, Turquía o Irak. Una corriente que basa su teología en la búsqueda del conocimiento para llegar, sin tocarla, a la divinidad. El individuo es el que traza y trenza su escalera metafórica hasta el cielo. La libertad es lo más importante. Y la serenidad del reto, de sobra sabido imposible. Moldeo y modifico, no se me acuse de falsario. De la mezcla de todo lo visto, de lo evocado e imaginado, de las impresiones, interpreto que la historia de lo que hoy es Irán es un remedo múltiple, de tantos pedazos que simplificarla no serviría más que para no entender nada. Irán y sus vecinos me son, con el viaje, más cercanos, más parecidos al yo único que es el único peso, la única medida. Nunca he visto a un ser humano como extranjero, pero ahora veo a muchos más como primos muy cercanos. Todo nos acerca, las risas, los chistes, esos guiños de ojo que desconciertan, esa palabras que suenan parecidas y que aunque no entendemos están llenas de significación.

Bazar de Isfahán. Irán en todas sus variantes. ©Iñigo Pedrueza.

De repente el autobús se caldea, la temperatura asciende secando la piel, abrazándonos con una lengua áspera. ¿Estamos quizá más inmersos en el desierto, una cubeta que provoca un microclima? ¿o tal vez simplemente el sistema de refrigeración que no da para más? No, es sólo el desierto que se rebela, la tierra que brama su furor seco y silencioso. Una nueva ciudad surge. Techos adintelados, casas bajas, todas de ladrillo crema dorado. Arboles de verde negro y la omnipresente cúpula de la mezquita que sobresale. Los cables de alta tensión tapan el cielo, la electricidad es barata. La gasolina, en la práctica casi gratis. Irán reposa sobre riquezas inmensas y el petróleo es la más fútil, la más maldita.

Buscarse en un espejo es de lo más fácil, hacerlo frente a la pared desnuda menos. Buscarse en una República Islámica donde la frontera del delito bordea un arco que ciñe las orejas y las nalgas de las mujeres puede parecer, al menos paradójico. Lo es. Pero la diferencia política, vestimentaria, gastronómica, paisajística, a veces es el contraejemplo que necesitamos para apreciar lo que podamos tener de mejor y lo que tenemos de común. Para protegerlo mejorando, para cambiar liberando, pero aprendiendo siempre

El viaje es un cambio en la búsqueda de nuestra propia individualidad. Hoy no sabemos quien somos, deseamos el reconforto del grupo, de la horda. Abrazamos a aprendices de tiranos, a ignorantes, a personajes que usan los países como empresas o museos. Muchos se abrazan para significar su diferencia, excluyendo simplemente por omisión.  Muy cerca, en las playas algunos se ahogan, otros se enfrentan a las alambradas, otros tan parecidos se creen distintos. En la Europa que busca un sentido, parece que sólo los referéndums pasionales y unilaterales son el ejercicio de la democracia. Así se nos han ido Shakespeare y Churchill, Orwell y Oscar Wilde. Si dependiésemos de los humores, alimentados por los cambios de opinión que marcan las redes sociales, los países implosionarían o se invadirían varias veces por día y la pena capital se aprobaría con seguridad, en todo lugar, a la mínima discusión.

El viaje significa un desplazamiento geográfico, pero también intelectual. Se viaja para verse en la distancia de los otros, en la diferencia de los idiomas, en la sequedad del desierto, en los cantares interminables de los derviches. Pero se viaja también para hallarse lentamente en el vagaroso aprendizaje de los idiomas, en el frescor de los oasis, en la sonrisa sincera y el deseo de abrirse al mundo. Se recorren los kilómetros para encontrar una mano que se tiende y un vergel inesperado dentro de cada desierto. Y no se trata de espejismos. Bajo el mar de dunas, los acuíferos están llenos y los campos de arroz se suceden en el desierto.

Retratos de Irán, las verdaderas caras de la gente. ©Iñigo Pedrueza.

No sabía para que viajaba a Irán. Pero me encontré el reflejo de mi triste figura en lagos salados y rojos, vestigios de mares extintos. Excavé los ojos negros como mundos, de las mujeres tapadas de negro, de amarillo o de violeta. Recorrí los semblantes coquetos de las que llevaban el pañuelo como un señuelo que atrae a todos los amantes de la belleza y la sabiduría. Estudié sus las cejas, conversé con sus pómulos, y casi rocé a verdad última, -no la de dios, que ignoro y no busco, sino la de los hombres, la del ser humano-, explorando esos ojos alargados de oriente, capaces de enmarcar un horizonte o la constelación del cielo nocturno, como ninguna otra mujer sabe.

Supongo que quien viaja, viaja sin pasaporte. Es una metáfora por supuesto, tengo un pasaporte, me gustaría tener varios, y tengo un país, en realidad tengo tantos… No le doy demasiada importancia ni a mi país ni a mi idioma. Los países y sus Estados son instrumentos para impedir las luchas de clases, en lugar de ser trampolines para crear grupos aún mayores, de ciudadanos, y velar por sus derechos, sus necesidades materiales e intelectuales,, su libertad, como tal, como seres únicos y no como comunidad. El idioma es una manera de comunicarse con todos estos seres, me gustaría que libres. Las naciones no existen, por eso se crean para defender intereses particulares y cuando la gente se siente sola y tiene miedo. La nación significa la cesión de nuestra libertad al grupo inventado, al que se la otorgamos la primera vez y que después controla nuestra vida. Viajar, creo, va en contra de este tipo de filosofía, pero sé que no necesariamente todo el mundo piensa igual. No obstante, ejerzo mi derecho a la independencia de pensamiento, reivindico mi individualidad y exijo que se me respete como tal. No poseo el poder de la mayoría, a mí nadie me permitiría organizar un referéndum, pero protesto oficialmente desde está tribuna invisible. Viajar, conocer, aprender, conversar con quien no piensa como yo, esa es mi protesta.

El agua se oculta bajo el desierto. La riqueza de Irán esta ahí. Plaza de Naghsh-i Jahan en Isfahán. ©Iñigo Pedrueza.

Irán sugiere mucho, como se ve. Irán es un destino diferente, con sus pegas y problemas, pero es un lugar donde la palabra viaje cobra todo sus significado. Irán hace pensar, con sus limites. Irán amplia al viajero que compara, analiza y escucha. Y después reflexiona. El viaja exigente es el de la huella, el que ralla los zapatos, tuesta la frente, el que deja lágrimas de alegría y tristeza. El viaje duele, porque se ha dejado algo atrás, algo malo a veces, algo bueno otras. Gente que jamás volveremos a ver, gente que puede convertirse en amiga aún pensando diferente. El viaje abre, el viaje curte y, sigo pensando que es lo peor que puede haber para las fronteras. De viaje sale la criba que define a los malvados, que reconoce a los amigos, que nos une en una fraternidad mucho más fuerte, más sólida, que la de cualquier país y pasaporte. Lo mejor, es que tras el viaje podemos utilizar esas ideas con justicia, acogiendo a nuestra vez a los viajeros y emigrantes, buscando el consenso y la justicia social, pagando nuestros impuestos, cuidando la naturaleza y las gentes que están bajo nuestra potestad, la del pasaporte que nos ampara legalmente. Eso hasta que ya sólo exista uno. En ese momento, legalmente, estos desiertos, estas planicies, el agua pura que se acumula en su vientre, también será mío o yo parte de él, legalmente. No verán mis ojos utopías como esa, por eso me apropio en cada viaje de cada mota de polvo, de cada gota de agua, de cada brizna de aire, de cada lengua de fuego. Así hablaba Zaratustra.

Sigue la letanía, siguen los kilómetros, sigue el canto sufí, tiene que ser sufí, sigue siendo Irán y sigo siendo yo.

Con un poco de suerte el sol saldrá por el otro lado. ©Iñigo Pedrueza.

Muchas gracias a Mohammad Yousefi director de la Agencia Irantravel de Barcelona por permitirnos descubrir a Iran y a sus gentes. Gracias a Mahan Air, al Kouhpa Caranvaserai. Gracias a Saeid Safaee nuestro guía en este viaje de descubrimiento. Y gracias, por igual a mis compañeros, ya amigos: Anna Abad de Kartika; Gema Crespo de Destino Asia; Priscila Fernández de Goandbe; Xavi Flor de Etnix; Natalia García de Luxotur; Marina Meseguer del periódico La Vanguardia; Cheli Recondo de Tu Estilo Viajes; Carmen Sánchez de Largo Tur Viajes y David Vila de Viatges Jet Lag. Con todos el viaje fue un Viaje.

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